Hector Ulloa.
La última vez que me topé con don Chinche fue cerca de Unicentro. Esa tarde de sábado, recordé a Piero y a su eterna letra de Mi viejo: la edad se le vino encima, pensé. Solo que esta vez, con carnaval y comparsa.
A Héctor me arrimé por primera vez, en una de esas fogosas asambleas de los locutores de donde salimos elegidos miembros de la junta directiva. En el recinto, don Chinche no era don Chinche, o mejor, Héctor Ulloa era Héctor. El mismo que compró la felicidad por cinco centavitos. Posteriormente, vinieron encuentros semanales en la sede de la asociación que nos agrupó muchos años y que nos sirvió de reclinatorio y de cantina.
En las antiguas oficinas contiguas al teatro Coliseo, un recinto que hacía honor a su nombre, pues allí se batían diariamente los gladiadores del sexo, el Chinche y yo, le echamos cemento a una amistad que perdurará como una estatua en piedra. A ella, contribuyó uno de mis mejores amigos de toda la vida, Juan Harvey Caicedo. Con Juan y don Héctor, perdón, don Chinche, y otros locutores de la legendaria ACL, viajábamos anualmente al concurso de bandas en La Vega y cada noche de esos fines de semana octubrinos, nos refugiábamos en la casa de Héctor y Consuelo, asediados por la música, los cuentos de pantalla y dial y las lagunas de alcohol. Y, claro, no podía faltar la felicidad, comprada solamente por los cinco centavitos de siempre.
Recuerdo una madrugada de esos sábados, aún con la carga etílica en la sangre, cuando Héctor nos llevó a comprar la carne del próximo asado al que asistiría toda la junta de locutores, con Pacheco, Juan Harvey, Virginia Vallejo, encabezando el pelotón, al expendio del papá de Gladys Caldas (Claudia de Colombia), un hombre que tuvo fama mucho antes que su hija y que nos revolvió costilla, lomo, morrillo y punta de anca con morcillas y chorizos verbales que dejaban entender una nostalgia profunda tan contagiosa que nos sumergió de nuevo en el jugo checo con el que quedamos “arrancando para la próxima”.
Casi no llegamos con la carne. De esas tenidas de masticación, que fueron anuales durante varios años, tengo los mejores recuerdos de Héctor, Consuelito y su hijo Héctor Horacio. Hoy, que Héctor ha muerto, los bajo de la nube y con alegría triste, como la canción de Odair José, los dejo pegados al espacio de este nuevo mundo social que, bien dicho, nos atrapa ahora como una red. Gracias a Héctor por enseñarnos a tomar la vida en serio, desde la simpleza de su personaje, tan magistral como el Chavo, Cantinflas o Chaplin. La vida, a cuadros, con corbatas anchas y sombrero descuidado, parecía más llevadera con esa imagen de arlequín criollo. Cuando Héctor era Chinche, era un maestro de la cotidianidad. Cuando el Chinche era Héctor, era un filósofo de lo total, tan trascendente como el primero.
Héctor era solidario, transparente y claro. Su paso por “la televisora” quedará marcado para siempre y su imagen quedará impresa en mi cerebro, por lo menos hasta que yo muera. ¡Adiós mi querido Héctor!
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